¿Es la cancelación una forma legítima de exigir justicia o solo un linchamiento digital? Esta es la pregunta que divide a redes sociales, medios y movimientos sociales. La llamada cultura de la cancelación ha ganado fuerza en los últimos años como una respuesta colectiva frente a actos considerados ofensivos, discriminatorios o violentos, pero también ha generado debates intensos sobre sus límites, efectos y eficacia.

La cultura de la cancelación se refiere a la práctica de retirar el apoyo a figuras públicas, empresas o instituciones tras un comportamiento considerado inaceptable. Esta “cancelación” suele implicar boicot, denuncia pública y presión social, especialmente en plataformas digitales. En América Latina, se ha popularizado el término «funa«, una forma de escrache que busca visibilizar conductas abusivas, machistas o discriminatorias.
Origen y expansión de la cultura de la cancelación
Aunque el término comenzó a circular masivamente en redes sociales alrededor de 2017, su raíz es anterior. Las comunidades marginalizadas —particularmente mujeres, personas racializadas y disidencias sexuales— han usado históricamente mecanismos de denuncia colectiva ante la falta de acceso a la justicia formal.
Un ejemplo reciente en México fue el caso de denuncias por abuso sexual contra figuras del entretenimiento y del ámbito académico, como ocurrió durante el auge del #MeToo en 2019. Según datos de Data Cívica de 2021, más de 300 denuncias se publicaron en cuentas colectivas anónimas, lo que provocó investigaciones formales en algunos casos, aunque también generó controversia sobre la falta de debido proceso.
¿Justicia alternativa o castigo sin garantías?
Para sus defensoras y defensores, la cultura de la cancelación es una herramienta de rendición de cuentas social, en contextos donde el sistema judicial es lento, clasista y muchas veces patriarcal. Sin embargo, también se advierte sobre sus riesgos: la exposición pública sin verificación, la viralización de información incompleta o falsa, y la falta de espacios para el diálogo y la reparación.
En palabras de la filósofa Judith Butler, “la cancelación se interpreta muchas veces como censura, cuando en realidad es una forma de expresión colectiva frente a discursos que perpetúan la violencia”. De cualquier forma, su aplicación sin criterios claros puede llevar a dinámicas punitivas que replican violencia simbólica.
¿Hacia una crítica ética?
El debate no está cerrado. Desde una perspectiva de género, es importante diferenciar entre el uso estratégico de la denuncia pública como herramienta de transformación y la cultura del linchamiento que anula subjetividades sin procesos claros. La responsabilidad no recae solo en quien denuncia o cancela, sino también en las audiencias y plataformas digitales que amplifican estos discursos.
La cultura de la cancelación puede ser una forma legítima de resistencia, pero debe estar acompañada de análisis críticos, enfoque restaurativo y cuidado colectivo. Porque el objetivo no debería ser destruir.
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