¿Qué ocurre cuando un cuerpo que ha sido silenciado por la violencia o la pobreza encuentra un espacio para moverse en libertad? La respuesta puede parecer poética, pero es profundamente política. En muchos barrios y comunidades de México, la danza comunitaria está transformando la vida de mujeres en contextos vulnerables. A continuación, exploramos cómo esta práctica, arraigada en lo colectivo, permite procesos de empoderamiento reales y sostenibles.

La danza comunitaria se basa en la participación colectiva, sin necesidad de formación profesional, técnica ni estereotipos de cuerpo. Se practica en espacios públicos, centros culturales, comunidades rurales o zonas urbanas marginadas, con un enfoque social antes que competitivo o escénico.
Su fuerza radica en el proceso, no en el resultado. A través del movimiento, las mujeres pueden reconectar con su cuerpo, su historia y su comunidad. La danza, entendida aquí como herramienta de transformación, se convierte en un vehículo para sanar, expresar y resistir.
Danza comunitaria y danza social: herramientas de transformación
En México, múltiples proyectos de danza comunitaria y danza social han incorporado la perspectiva de género en sus metodologías. Uno de ellos es el programa “Danza y Comunidad” impulsado por el Centro Nacional de las Artes (CENART), que trabaja con mujeres en zonas rurales y periurbanas desde 2018.
También destaca el colectivo “Mujeres en Movimiento”, en Oaxaca, que organiza círculos de danza en comunidades zapotecas afectadas por desplazamiento o violencia doméstica. En estos espacios, las mujeres no solo bailan: se narran, se escuchan y se fortalecen.
Empoderar a través del cuerpo
En contextos donde las mujeres han sido despojadas de decisiones y autonomía, recuperar el cuerpo como espacio legítimo de expresión es un acto profundamente subversivo. La danza comunitaria permite construir confianza, reconocimiento mutuo y redes de apoyo entre mujeres que comparten realidades de exclusión, pero también de resistencia. Además, fortalece habilidades como la escucha, la coordinación grupal, la toma de decisiones colectivas y la expresión emocional, contribuyendo a procesos de liderazgo desde lo cotidiano.
En lugar de ver la danza como un lujo o entretenimiento, es necesario entenderla como un derecho cultural. Acceder a experiencias artísticas como la danza no solo dignifica la vida: puede ser la puerta de entrada a nuevas formas de agencia, autonomía y reparación. Porque cuando una mujer en situación de violencia baila con otras y se siente vista, ya no es solo un cuerpo que se mueve: es una historia que se levanta.
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