Cada 18 de abril se celebra el Día Mundial de los Monumentos y Sitios, una fecha que invita a reflexionar sobre la conservación del patrimonio cultural. Pero en los últimos años, esa reflexión se ha ampliado. ¿Qué pasa cuando ese patrimonio representa estructuras de poder que han perpetuado la desigualdad? ¿Qué ocurre cuando las voces históricamente silenciadas exigen ser escuchadas? Aquí es donde entra en juego la iconoclasia, un concepto que incomoda, pero que también invita a pensar.

La iconoclasia no es un fenómeno nuevo. A lo largo de la historia ha sido una herramienta de ruptura y transformación. Se refiere a la destrucción o alteración deliberada de símbolos, imágenes o monumentos que representan el poder, la autoridad o una ideología dominante.
Hoy, la iconoclasia vuelve al centro del debate como una forma de protesta política y social. En particular, en el marco de las manifestaciones feministas, la intervención de monumentos con grafitis, pañuelos o frases ha cobrado fuerza como una expresión legítima de denuncia. Estas acciones no buscan borrar la historia, sino resignificarla. Preguntan: ¿qué cuerpos están representados? ¿Qué memorias valen más que otras?
Monumentos en disputa: entre conservación y cuestionamiento
El Día Mundial de los Monumentos promueve la protección del patrimonio cultural. Pero también abre la puerta a interrogantes profundos: ¿a quién le pertenece ese patrimonio? ¿Qué historias cuentan los monumentos que llenan nuestras plazas?
Muchas de estas esculturas glorifican a figuras vinculadas con el colonialismo, el racismo o el patriarcado. En ese sentido, la iconoclasia no es vandalismo gratuito, sino una forma de exigir justicia simbólica. Es una manera de visibilizar lo que no se ve: la violencia de género, el silencio institucional, la impunidad.
La intervención de monumentos como acto político
Durante protestas como las del 8 de marzo, las calles se llenan de consignas que transforman estatuas y espacios públicos. Esta intervención de monumentos convierte lo intocable en terreno de diálogo, en soporte de memoria colectiva. Las pintas no solo denuncian; también reconstruyen. Marcan el paso de mujeres que exigen vivir sin miedo. Desafían una narrativa única y abren espacio para muchas otras.
Preservar el patrimonio implica también repensarlo. La conservación no puede ser una excusa para perpetuar estructuras excluyentes. En cambio, puede ser una oportunidad para construir una memoria más amplia, más justa, más humana. La iconoclasia, en este contexto, no borra la historia. La reescribe, incluyendo a quienes nunca tuvieron voz en las placas conmemorativas.
Este 18 de abril, más que proteger los monumentos, tal vez el reto sea escucharlos de nuevo. ¿Qué historias estamos dispuestas a recordar… y cuáles a transformar?
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