¿Nombrar una ley con el nombre de una víctima realmente cambia algo? ¿O se queda en un gesto simbólico sin impacto real? En un contexto donde cada nombre representa una historia de violencia o resistencia, la práctica de ponerle rostro humano a las leyes y reformas despierta preguntas clave para el feminismo y la ética pública.

En muchos países de América Latina, nombrar leyes y reformas en honor a mujeres víctimas de violencia se ha convertido en una forma de resistencia social y política. Un ejemplo contundente es la Ley Micaela en Argentina, que obliga a capacitar en género a funcionarios públicos, en memoria de Micaela García, asesinada en 2017.
Este tipo de reformas a leyes no solo busca justicia simbólica, sino también transformar instituciones. Para muchas colectivas feministas, poner nombres a leyes y espacios públicos dignifica las vidas de las víctimas, visibiliza la violencia estructural y exige memoria activa.
En ciudades mexicanas como Hermosillo o Torreón, activistas han renombrado calles con los nombres de mujeres asesinadas. En la Ciudad de México, la Glorieta de las Mujeres que Luchan se ha convertido en un símbolo de exigencia por justicia real y reconocimiento a quienes han resistido.
Riesgo de vaciamiento simbólico
Sin embargo, no todo el feminismo está de acuerdo en que este tipo de reformas siempre sumen a la causa. Algunas voces advierten que, si estos homenajes no van acompañados de políticas públicas efectivas, pueden quedarse en lo superficial. Es decir, puede haber una ley con nombre de víctima… pero sin presupuesto, sin capacitación, sin consecuencias reales.
Un ejemplo de esto ocurrió en Ciudad Real, España, donde el cambio del término “violencia machista” por “violencia intrafamiliar” en el presupuesto fue denunciado por colectivos feministas como una forma de invisibilizar la violencia de género, incluso en medio de discursos que decían “honrar a las víctimas”.
¿Son útiles estas leyes y reformas?
Cuando las leyes y reformas con nombres de víctimas se vinculan con cambios institucionales, sí tienen impacto. Pero si se quedan solo en el nombre, sin voluntad política ni recursos, corren el riesgo de convertirse en gestos vacíos.
La clave está en la coherencia: que el símbolo se traduzca en acción. Es decir, que la memoria se acompañe de presupuesto, formación, seguimiento y resultados. Solo así estas reformas a leyes pueden contribuir de manera efectiva a la transformación que exige el feminismo.
Nombrar una ley en honor a una víctima puede ser un paso importante, pero no debe ser el único. La verdadera transformación ocurre cuando ese homenaje impulsa acciones concretas contra la desigualdad y la violencia. Las leyes y reformas con perspectiva de género deben ser mucho más que un nombre: deben ser herramientas de justicia real.
¿Y tú? ¿Qué crees que pesa más: el nombre o el compromiso?
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